lunes, 31 de enero de 2011

Violencia estructural y linchamiento social

Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:21.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por Luis Federico Arias, juez de La Plata
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Un menor, un arma, un muerto y otra vez las proclamas sobre la conveniencia de bajar la edad de imputabilidad. Un debate inconducente, una dialéctica recurrente, un reduccionismo inaceptable, un producto de consumo mediático-político que procura satisfacer las “legítimas” expectativas del “pueblo”. Es decir, a la clase media propietaria que se siente amenazada con estos pibes que “salen a robar y a matar”. Desde la entraña de aquellos sectores medios, que otrora portaban cacerolas preocupados tan sólo por la defensa de su patrimonio mientras once millones de argentinos se hundían en la pobreza, surge ahora este neofascismo que reclama y proclama el linchamiento social de quienes –se supone– son los responsables de esta parcialidad delictiva. No importa la inseguridad habitacional, alimentaria, sanitaria, educativa o laboral. Eso es cosa de pobres, estos enemigos reales o potenciales que amenazan “nuestra” seguridad personal. Estos sectores marginados no se identifican con su reclamo: quien no tiene nada que perder, nada tiene que temer. Tampoco importa la delincuencia de guante blanco, la criminalidad política o el narcotráfico, mientras no trasponga la reja de “nuestro” jardín.
Son estos sentimientos individualistas los que terminan legitimando la implementación de políticas de corte represivo y de abandono social, que derivan en violencia sistémica o estructural hacia los sectores más vulnerables. Es de esperar entonces que aquellas políticas desarrolladas en las últimas décadas derive en episodios de violencia interpersonal, porque –como es sabido– la violencia engendra violencia. En esta ocasión, el debate público ha centrado su análisis en la órbita del derecho penal, desde donde se intenta brindar una solución punitiva al creciente reclamo de seguridad. Si embargo, esta situación constituye tan sólo un epifenómeno de una realidad social mucho más compleja que nos negamos sistemáticamente a reconocer.
Es preciso advertir que los países cuyos indicadores sociales revelan profundas desigualdades, poseen elevadas tasas de criminalidad. En el caso de América Latina, las estadísticas oficiales y las investigaciones de expertos corroboran una tendencia ascendente a partir de la década del ‘80 que coincide cronológicamente con el deterioro social derivado de la aplicación de las políticas económicas del Consenso de Washington, con un evidente abandono del Estado de Bienestar.
A fin de apartarnos de esa parcialidad reductiva, la primera labor que se impone, es “descriminalizar” la situación, tarea que se presenta un tanto difícil si tenemos en cuenta el constante fogoneo de los comunicadores sociales, del poder político y de algunos penalistas, que han monopolizado el debate. Habrá que esperar entonces la modificación de la ley que disminuya la edad de imputabilidad de los jóvenes, aunque más no sea para demostrar que fue éste debate estéril e inoficioso, y enarbolar otro discurso, donde podamos hacernos cargo definitivamente, como sociedad y como Estado, de las consecuencias derivadas de la violencia estructural que hemos impartido a estos jóvenes nacidos en los ’90.

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