Enviado por Gisela Carpineta el Sábado, 29/01/2011 - 23:24.
Año 3. Edición número 141. Domingo 30 de enero de 2011
Por Gabriel Lerner, subsecretario de Derechos para la Niñez, Adolescencia y Familia
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La Presidenta acaba de poner racionalidad en el exacerbado debate sobre la “imputabilidad” al señalar que “esto de la edad no es una política de seguridad”. Tomando distancia de discursos catastrofistas, Cristina Fernández ubicó las cosas en su verdadera dimensión. Y es que – si bien el debate sobre la edad de imputabilidad penal no puede regirse sólo por criterios cuantitativos – no debe perderse de vista que la incidencia de los delitos cometidos por adolescentes menores de 18 años no es de gran peso en nuestro país. En ese contexto, la de los menores de 16 años es escasamente relevante.
En la provincia de Buenos Aires – centro de la discusión –, durante 2009 se abrieron 637.189 causas penales en fiscalías de mayores, mientras que las iniciadas para investigar delitos cometidos por adolescentes fueron 28.939. Es decir: de todos los procesos abiertos, un 4,5% correspondió a menores de 18 años. De ese último universo, la participación de chicos menores de 16 no supera, a su vez, el 15%. Con relación a la cantidad de adolescentes privados de libertad en todo el país por imputaciones o condenas penales, la cifra ronda regularmente los 1.500 jóvenes de los que entre el 10 y el 15% tienen menos de 16 años. Los números no son soluciones, pero nos ubican en las dimensiones de los problemas.
Descartada terminantemente la idea de que la pena a un adolescente pudiera ser aplicada al solo fin de compensar el perjuicio sufrido por la víctima, cabe preguntarse si ampliar y endurecer el sistema penal juvenil puede resultar eficaz con fines de prevención general. Existe un muy amplio consenso social en sentido contrario. Afortunadamente es casi unánime la idea de que – en especial respecto de los más chicos – no hay mejor prevención que la inclusión social, educativa, laboral y familiar.
Descartada terminantemente la idea de que la pena a un adolescente pudiera ser aplicada al solo fin de compensar el perjuicio sufrido por la víctima, cabe preguntarse si ampliar y endurecer el sistema penal juvenil puede resultar eficaz con fines de prevención general. Existe un muy amplio consenso social en sentido contrario. Afortunadamente es casi unánime la idea de que – en especial respecto de los más chicos – no hay mejor prevención que la inclusión social, educativa, laboral y familiar.
La definición de la edad de reproche penal debe determinarse, desde mi punto de vista, buscando que la intervención estatal que resulta del delito se oriente – con la mayor eficacia posible – a evitar que a futuro el o la joven incurran en nuevas transgresiones. No hay debates al respecto sobre la franja de 16 a 18 años: procesos con garantías, derecho de defensa y, de corresponder, penas sustancialmente diferentes a las de los adultos. ¿Ese objetivo de responsabilización mediante el proceso penal es también adecuado también para muchachos y chicas de 14 o 15 años? Ese es el debate y no otro.
El Comité de Derechos del Niño de la ONU – encargado de efectuar un seguimiento de la aplicación de la Cidn – recomendó a todos los países que considera encomiable que tengan como edad mínima los 14 o 16 años. Y recomienda no reducir esas edades mínimas donde ya estén establecidas.
Las recomendaciones del Comité sintetizan un conjunto de experiencias internacionales, cuyo fundamento es técnico pero también conceptual. Los adolescentes son progresivamente responsables por sus actos en la medida en que crecen y se desarrollan. Pero es el mundo adulto, nosotros, los que debemos hacernos cargo de las desigualdades, desamparos o violencias que aún atraviesan las vidas de muchos chicos y chicas. Pensemos seriamente en aquello de que nadie nace delincuente.
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