martes, 21 de diciembre de 2010

Un aporte al debate sobre la evaluación democrática, conocimiento en construcción y valoración colectiva

Por INGRID SVERDLICK
Una investigación desde y para la práctica pedagógica, con una orientación claramente hacia la acción está en la base de una propuesta democrática de evaluación. Este es el punto de partida para comprender a la evaluación en clave pedagógica, como un asunto de conocimiento, un asunto ético y político.

Desde hace años que el tema de la evaluación ocupa páginas de debate en el campo académico, tanto como presencia en las agendas políticas. La razón de este protagonismo hay que interpretarla por el carácter político que reviste el asunto, que rebasa su carácter técnico y académico. De hecho, en la actualidad está públicamente reconocido que hablar de evaluación implica algo más que la discusión instrumental que alguna vez estuvo en el centro de la escena con las preguntas acerca del ¿qué, cómo y cuándo evaluar?

Recordemos que la discusión sobre el tema vino de la mano de la centralidad que “la calidad de la educación”  tuvo entre los ejes argumentativos de las políticas de reforma en América Latina durante la década del 90. Una centralidad que era el fundamento para un modelo de Estado que retuvo el control técnico-político al ubicarse como Estado evaluador con una propuesta de descentralizar los “servicios educativos”. Las definiciones sobre “el mejoramiento de la calidad de la educación” se asentaban por lo general en estándares predeterminados que había que alcanzar y que luego servían para evaluar. En ese contexto, tanto los criterios de calidad, como los parámetros y estándares tuvieron un tratamiento de pretendida neutralidad política y eran definidos por técnicos y especialistas. La evaluación como herramienta para medir “eficiencia” del sistema en el sentido de rendimiento académico, institucional, económico, etc. se legitimaba como “objetiva” desde su aproximación y utilización de metodologías de investigación. La vinculación de la calidad con la gestión escolar también formó parte del argumento reformista con base en las concepciones gerencialistas (del managment) traspoladas del ámbito empresarial. De una manera muy sintética, la fórmula sostenida era: eficiencia en la gestión = mejoramiento de la calidad. En esa ecuación, la evaluación cumplía la parte de control de gestión o bien control de calidad (o ambas). 

Los debates aislados sobre los variados modelos de evaluación, sobre las diversas perspectivas de la evaluación, por lo general ignoraron que esta concepción tecnocrática esquematizó la complejidad de la tarea pedagógica con la pretensión de despojarla de su carácter valorativo, ideológico y subjetivo. El sentido de esta simplificación no fue menor, ya que sirvió y aún sirve, a los fines de justificar /ocultar el contenido ideológico de una política bajo el paraguas de una supuesta neutralidad científica que sostiene la argumentación técnica.

Para superar ese corrimiento de la discusión, estamos en condiciones de afirmar en primer lugar que la evaluación es una actividad política, fruto de decisiones políticas, que a su vez implica definiciones sobre los criterios de la evaluación y la utilidad de la misma. Es política en tanto involucra “relaciones de poder” (de los interesados, destinatarios, patrocinadores, etc.); es una práctica política en el sentido que no es neutral, ni objetiva (en el sentido de universal y despojada de valor), los criterios de evaluación son resultado de debates que se vinculan con una perspectiva pedagógica, con un sentido de lo educativo, de la escuela y del conocimiento.

En segundo lugar decimos que la evaluación es una práctica pedagógica. Este calificativo está indicando que se trata de un proceso de construcción de conocimiento, de un proceso educativo, en el que se enseña y se aprende. Justamente una de las operaciones que realiza la propuesta tecnocrática, es la de quitarle el carácter educativo a la evaluación y otorgarle el poder de “control de gestión” (evaluación para la toma de decisiones, para la eficiencia, etc.).

Cuando la evaluación aparece resaltada en las políticas educativas, como un aspecto central y separado de las prácticas pedagógicas, tiende a ocupar un lugar rector del trabajo docente, de la enseñanza y de la institucionalidad de la escuela. Quienes serán evaluados actúan de la misma manera como hacen los alumnos frente a una prueba cuando preguntan ¿este tema entra en la prueba, de dónde hasta dónde tengo que leer, etc.?; es decir, se actúa desde esa posición, haciendo en función de lo que luego será motivo de evaluación. A la larga, la evaluación comienza a definir el currículum, burocratiza la enseñanza y las prácticas docentes e institucionales. Es una forma de poner por delante lo que debiera ser un proceso de acompañamiento de prácticas, pervirtiendo tanto el sentido de la evaluación, como el de la educación.

En cambio, definir a la evaluación educativa como la formulación de un juicio sobre el valor educativo de un programa o política, curricular, de una escuela, de un proyecto, de un libro de texto, de los alumnos y profesores, o cualquier otra realidad, supone interrogarnos sobre el valor educativo que una realidad posee o desarrolla. En esas reflexiones, con otros y otras, sistematizando la información para evaluar, estamos produciendo conocimiento, nos encontramos en un proceso de aprendizaje. Si sostenemos que de lo que se trata en los procesos educativos es de “concientizar” sin violentar la conciencia del otro en un sentido Freiriano, esto es, de descubrir y construir conocimiento, la calidad de la educación ya no se mide en términos de rendimiento (cantidad de contenidos aprendidos en X tiempo), sino en las nuevas relaciones que se establecen entre las personas, como sujetos de aprendizaje y entre estos últimos y el saber (Gadotti, M., 2003). En la misma línea de pensamiento, vamos a coincidir con Freire, P. (1994) cuando expresa que la mejora de la calidad de la educación.

 “…implica la formación permanente de los educadores. Y la formación permanente consiste en la práctica de analizar la práctica. Pensando su práctica, naturalmente con la presencia de personal altamente cualificado, es posible percibir imbuida en la práctica una teoría todavía no percibida, poco percibida o percibida pero poco asumida…”.

La diferencia entre una evaluación sistemática en el campo educativo y otras que en el contexto de nuestras vidas se realizan de manera informal se asienta en que la evaluación educativa es un proceso público, en el que se ponen en juego intereses públicos y que se orienta a proveer información pública, esto es para conocimiento de todos. Recuperar y promover el sentido político-pedagógico de la evaluación resulta una necesidad para que las personas dejen de ser objeto de las políticas públicas, de la investigación, de la evaluación, etc. y se constituyan en sujetos de la política pública (en el sentido de ser protagonistas), condición para crear y transitar espacios cada vez más democráticos.

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